Tú sabes cómo es esto: si miro la luna de cristal, la rama roja del lento otoño en mi ventana, si toco junto al fuego la impalpable ceniza o el arrugado cuerpo de la leña, todo me lleva a ti, como si todo lo que existe, aromas, luz, metales, fueran pequeños barcos que navegan hacia las islas tuyas que me aguardan.
Ahora bien, si poco a poco dejas de quererme dejaré de quererte poco a poco.
Si de pronto me olvidas no me busques, que ya te habré olvidado.
Si consideras largo y loco el viento de banderas que pasa por mi vida y te decides a dejarme a la orilla del corazón en que tengo raíces, piensa que en ese día, a esa hora levantaré los brazos y saldrán mis raíces a buscar otra tierra.
Pero si cada día, cada hora sientes que a mí estás destinada con dulzura implacable. Si cada día sube una flor a tus labios a buscarme, ay amor mío, ay mía, en mí todo ese fuego se repite, en mí nada se apaga ni se olvida, mi amor se nutre de tu amor, amada, y mientras vivas estará en tus brazos sin salir de los míos.
El siguiente texto hace referencia a la vida
de Jane, la hermana de Benjamin Franklin (1706-1790). Este destacado político
y científico inventó el pararrayos y tuvo un papel importante
en la independencia de los Estados Unidos de Norteamérica.
De
los dieciséis hermanos de Benjamín Franklin, Jane es la
que más se le parece en el talento y fuerza de voluntad.
Pero a la edad en que
Benjamín se marchó de casa para abrirse camino, Jane se
casó con un talabartero pobre, que la aceptó sin dote, y
diez meses después dio a luz a su primer hijo. Desde entonces,
durante un cuarto de siglo, Jane tuvo un hijo cada dos años. Algunos
niños murieron, y cada muerte le abrió un tajo en el pecho.
Los que vivieron exigieron comida, abrigo, instrucción y consuelo.
Jane pasó noches en vela acunando a los que lloraban, lavó
montañas de ropa, bañó montoneras de niños,
corrió del mercado a la cocina, fregó torres de platos,
enseñó abecedarios y oficios, trabajó codo a codo
con su marido en el taller y atendió a los huéspedes cuyo
alquiler ayudaba a llenar la olla. Jane fue esposa devota y viuda ejemplar;
y cuando ya estuvieron crecidos los hijos, se hizo cargo de sus propios
padres achacosos y de sus hijas solteronas y de sus nietos sin amparo.
Jane jamás conoció
el placer de dejarse flotar en un lago, llevada a la deriva por un hilo
de cometa, como suele hacer Benjamín a pesar de sus años.
Jane nunca tuvo tiempo de pensar, ni se permitió dudar. Benjamín
sigue siendo un amante fervoroso, pero Jane ignora que el sexo puede producir
algo más que hijos.
Benjamín, fundador
de una nación inventora, es un gran hombre de todos los tiempos.
Jane es una mujer de su tiempo, igual a casi todas las mujeres de todos
los tiempos, que ha cumplido su deber en esta tierra y ha expiado su parte
de culpa en la maldición bíblica. Ella ha hecho lo posible
por no volverse loca y ha buscado, en vano, un poco de silencio.
Su caso carecerá
de interés para los historiadores.
* Eduardo Galeano, Memorias del fuego
II. Las caras y las máscaras, México, Siglo XXI,
1991, pp. 61 y 62.
Sonríe, jardinera, si en el surco te inclinas
y buscas el secreto profundo de las cosas
no pienses que las rosas se afean con espinas;
sino que las espinas se embellecen con rosas.
Jugué al amor contigo, con vanidad tan vana
que marqué con la uña los naipes que te di.
Y en ese extraño juego, donde pierde el que gana,
gané tan tristemente, que te he perdido a ti.
Al referir mi viaje le fui añadiendo cosas.
Cosas que sueño a veces, pero que nunca digo,
y así, donde vi un yermo, juré haber visto rosas.
No me culpes, muchacha, que igual hice contigo.
Yo sólo pude recordar tu nombre,
tú, en cambio, recordaste cada fecha de ayer.
Y aprendí que las cosas que más olvida un hombre,
son las cosas que siempre recuerda una mujer.
Aquí estaba la hierba, viajero de una hora,
y, cuando te hayas ido, seguirá estando aquí.
Bien poco ha de importarle que la pises ahora
sabiendo que mañana nacerá sobre ti.